
Mientras preparo la consulta, pienso en Lina y en cómo su voz, silenciada por el dolor, aún canta en mi memoria, guiándome en mi trabajo
En la tercera sesión, Lina parece más presente, ha ido a ver a mi amigo y le ha cambiado la medicación, el insomnio persiste pero se siente más tranquila. “La caja ayuda a veces,” dice, con un brillo de orgullo. “Anoche, cuando pensé en el gulag, cerré la caja en mi mente. No dormí como quisiera, pero no me quedé atrapada en el miedo.”
“Eso es un gran paso, Lina,” digo, sonriendo. “Estás explorando nuevos caminos. ¿Qué notaste en tu diario esta semana?” Abre el cuaderno, sus manos firmes. “Escribí que estoy cansada de culparme. Quiero a Serguéi a veces, pero siento tristeza, no solo enojo. También escribí sobre mis hijos. En el gulag, soñaba con Sviatoslav tocando el piano, sus dedos torpes pero decididos. O con Oleg, mostrándome sus dibujos de barcos, pidiéndome que cantara. Mi voz… los guardias se burlaban, el hambre y el frío la apagaron. Creo que se quedó allí, atrapada.”
Su mención de la voz y sus hijos me conmueve. Como soprano, su voz era su puente al mundo; el gulag la silenció, robándole una parte de su esencia. “Tu voz era un regalo, y el gulag intentó quitártelo,” digo. “Pero estás aquí, hablando, recordando a Sviatoslav y Oleg. Si pudieras cantarles ahora, ¿cómo lo harías?” Lina piensa, sus ojos brillando. “Les cantaría una nana, como las que mi madre me enseñó en Madrid, suaves pero llenas de amor. Les diría que los amo, que sobreviví por ellos.”
“Lina, tu voz sigue en ti,” digo. “Probemos algo. Cierra los ojos, pon una mano en tu pecho, y tararea una nana que cantabas a tus hijos.” Vacilante, tararea una melodía, débil al principio, pero luego más firme. Lágrimas caen, pero su rostro se ilumina. “Eso fue… mío,” dice. “No es mi voz de antes, pero es algo.” El sonido, aunque frágil, es un destello de su identidad reclamada.
Le propongo escribir una carta a Prokofiev, sin enviarla, para expresar lo que siente. “Incluye su música,” digo. “Dile que cantaste ‘Romeo y Julieta’ para sobrevivir. Di lo que nunca pudiste.” También sugiero la restricción del tiempo en cama: si no duerme en 20 minutos, que se levante, haga algo tranquilo, como leer o escribir, y lo intente de nuevo. Terminamos con una meditación de autocompasión: “Pon una mano en tu corazón y di: ‘Merezco descansar. Merezco sanar.’” Lina repite, y un brillo ilumina sus ojos. “Tal vez algún día duerma sin pensar en él,” dice.
Antes de irse, Lina saca su cuaderno. “Escribí la carta,” murmura, y lee en voz baja:
“Serguéi, tu música fue mi luz y mis cadenas. En el gulag, canté ‘Romeo y Julieta’ mientras el hielo mordía mis manos. Sobreviví por Sviatoslav, por Oleg, por mí. Te amé, pero no me salvaste. Mi voz, aunque rota, aún canta. No te odio, pero ya no te pertenezco. Mis hijos, sus risas, me recuerdan quién soy.”
Su voz tiembla, pero hay una fuerza nueva en ella, y siento que estamos empezando a reconstruir los pedazos.
Mi reflexión como terapeuta
Mientras Lina sale, pienso en la mujer que fue: una soprano talentosa, atrapada en una época que glorificaba el sacrificio femenino, enamorada de un genio como Prokofiev, cuya música definió una era, pero cuya traición la dejó herida. El gulag fragmentó su narrativa, dejando pedazos en el dolor, la culpa y una esperanza rota. Su cuerpo lleva esas cicatrices: tensión en los hombros, rigidez en la mandíbula, respiración contenida.
Como terapeuta psicocorporal, mi trabajo es liberar esas memorias, usando respiración, movimiento y sonido para que su cuerpo deje de ser una prisión y se vuelva un hogar. Lina me enseña que la sanación es un susurro, un tarareo que reclama el yo. Su nana a sus hijos, su carta a Prokofiev, el “mmm” que dice “aquí estoy.”
No se trata de borrar a Serguéi o el gulag, sino de transformar el trauma en algo más, una experiencia que se integra y se comparte. Su historia toca lo cultural, lo histórico y lo emocional, pero no la define por completo. A veces dudo si mis técnicas son suficientes para tanto dolor, pero su progreso me recuerda que el cambio, aunque lento, es posible, que aunque es ligero el cambio comienza a dormir un poco más.
Epílogo: Regreso al presente
De vuelta en mi consultorio en 2025, cierro los ojos y siento el eco de Lina resonando en mí. Su pañuelo bordado, su voz quebrada pero melódica, su lucha por hallar descanso en un cuerpo marcado por el trauma: todo permanece. Investigué su destino tras el gulag. Liberada en 1956, en una URSS que comenzaba a abrirse tras la muerte de Stalin y el inicio de la desestalinización, Lina enfrentó un mundo cambiado. Las calles de Moscú, ahora menos opresivas pero aún grises, no le ofrecían un hogar. Se mudó a París, luego a Londres, viviendo modestamente con el apoyo de sus hijos, Sviatoslav, un pianista talentoso, y Oleg, un artista que llenaba cuadernos con dibujos de barcos y paisajes.
Nunca volvió a cantar profesionalmente, pero en sus últimos años, se dice que tarareaba melodías de ópera en privado, como si buscara recuperar la voz que el gulag robó. Discretamente, trabajó para preservar la música de Prokofiev, un acto que, quizás, fue su manera de cerrar heridas, honrando al hombre que amó sin dejar que definiera su valor. Lina murió en 1989, a los 91 años, en Londres, dejando un legado silencioso pero poderoso: el de una mujer que, pese al abandono, la tortura y la pérdida, encontró el modo de seguir adelante.
Hoy, una nueva paciente espera en mi consultorio: una mujer de mediana edad, con hombros encorvados y ojos cargados de culpa por un matrimonio roto. Habla con la misma autoinculpación que Lina cargaba por Prokofiev, y su respiración se detiene, como si temiera ocupar demasiado espacio. Planeo usar la técnica de la caja con ella, y tal vez, algún día, la invite a tararear una melodía, como Lina lo hizo, para encontrar su voz.
Lina me recuerda que sanar comienza con el cuerpo, con un susurro, con un “merezco sanar.” Su pañuelo, su nana, sus manos marcadas: todos son recordatorios de que la resiliencia no siempre es ruidosa; a veces, es un “mmm” vibrando en el pecho, un paso hacia la luz. Mientras preparo la consulta, pienso en Lina y en cómo su voz, silenciada por el dolor, aún canta en mi memoria, guiándome en mi trabajo.
DZ