
Para la niña mala, el sexo es un arma; para el, un juramento roto. Las normas culturales, que exigen amor como sacrificio, avivan su tormento
Travesuras de la niña mala (2006), es una obra extraordinaria de Mario Vargas Llosa, de la que hablamos hace ocho días, vibrando en un amor que devora, como lo hizo el Perú de los años 50 a los años 80.
Ricardo Somocurcio, un hombre abrasado por el deseo, persigue a la niña mala, un espíritu que huye de toda atadura, en un torbellino que refleja un país desgarrado por desigualdades y violencia guerrillera. Los dos empujados como a miles a cruzar el océano hacia Europa, huyendo del caos, de la pobreza, la represión y las promesas rotas del lugar que los vio nacer. Impulsados por la idea de un nuevo comienzo sin mirar atrás.
Esta migración, un éxodo de almas en busca de refugio y oportunidades, llevó a muchos peruanos, como Ricardo Somocurcio, a ciudades como París, donde vivió partido sin poder adaptarse del todo sintiendo el desarraigo en la piel. La niña mala, con su espíritu indómito, avergonzada de su linaje, encarna este viaje: una búsqueda de libertad económica que refleja el dolor de la pobreza. Ella al igual que todos los emigrantes, anhelaba reinventarse, pero cargaba con las heridas de su historia, navegando entre la esperanza de un futuro con lujos y el eco de un pasado tatuado en el alma imposible de borrar.
Vargas Llosa, que en 1990 buscó limpiar las heridas del Perú como candidato presidencial, y en la novela lo leemos volcar su sueño de unidad en Ricardo y su parte rebelde en la niña mala.
Robert Sternberg, psicólogo estadounidense que desentrañó el amor como un triángulo de pasión, intimidad y compromiso, podría ayudarnos a ver en su relación un “amor vacío”: un fuego abrasador sin lazos de confianza ni promesas duraderas, como el Perú de entonces, donde el fervor por la liberación, encendido por ideales revolucionarias, chocó con la desunión y el caos.
Ricardo, como un poeta maldito, encarna el clamor de un pueblo que sueña con un país unificado, pero se quiebra contra promesas traicionadas, respirando la nostalgia de un pasado idealizado.
La niña mala, con su rechazo al amor, es como Sendero Luminoso, inflamada por ideales revolucionarios, buscando libertad sin ver que el resultado podia sembrar heridas no solo en ella. En los 60 y 70, Perú arde con migraciones, pobreza y represión, mientras las guerrillas desatan tormentas.
El amor de los protagonistas, es un reflejo de esto, un vaivén de esperanza y ruina, reflejando al país: Ricardo se aferra a un ideal imposible, como el pueblo a un sueño de estabilidad, mientras la niña mala rompe todas las cadenas que puede con un costo que sangra. El Perú de hoy, con su esplendor económico y grietas sociales, lleva las marcas de estas batallas, buscando su lugar en el mundo.
El corazón de Ricardo arde con la fiebre de un amante que no puede separar el sexo del amor, como dice la novela: “El secreto de la felicidad, o, por lo menos, de la tranquilidad, es saber separar el sexo del amor”.
Para la niña mala, el sexo es un arma; para el, un juramento roto. Las normas culturales, que exigen amor como sacrificio, avivan su tormento. Ella desafía el patriarcado, pero su frialdad evoca el desarraigo de un Perú en crisis. El, forjado en un Miraflores de sueños dorados, anhela un amor que se redima en ternura, abrazando un país que llora su pasado; la niña mala, herida por sus carencias, ve el amor como una jaula, como un Perú que le teme a las utopías. Vargas Llosa, con su visión de unidad, clama: ¿puede el amor, como la liberación, ser un faro sin que necesariamente nos consuma?
Continúa el lunes 21 de julio.
DZ