
“Las sombras que hablan”
El aroma a café aún danza en mi piel, como si el rincón de hace siete días me hubiera seguido hasta este pueblo mexicano. Recibí en un sueño el mapa y un punto a donde llegar. El polvo del camino se arremolina, formando rostros que se deshacen al tocar el suelo, y el cielo, ahora de un violeta profundo, parece contener un suspiro antiguo. Al bajar la loma veo las casas de adobe que se inclinan, sus grietas exhalando murmullos que no descifro, y los árboles, sin hojas, estiran sus ramas hacia mí. Sus voces se hacen más claras, cantando historias que saben a olvido. Mi camisa azul intenso brilla bajo la luz crepuscular, pero el color tiembla, como si el pueblo quisiera tejerlo en su memoria.
Camino hacia la plaza donde Elena Garro me espera, como prometió en el café, bajo el reloj de torre que gira al revés, desafiando el tiempo. Aparece nuevamente en blanco y negro, esta sentada en un banco la espalda recargada en la pared escribiendo con las manos puestas en una mesa de madera gastada. No puedo evitar sonreír: las grietas brillan ahora con un azul que recuerda mi camisa, como si hubieran cruzado el umbral conmigo y cambiaran de color. Hay un café humeante para mí sobre la mesa. Su vestido oscuro absorbe la luz, pero sus ojos grises destellan con una urgencia nueva, como si supiera que este encuentro debe cavar más hondo.
A su lado, están Remedios Varoy y Leonora Carrington se van dibujando como una sombra; están de pie, pintando lienzos que flotan, sus pinceladas dibujando un río que respira, un pájaro con patas de cabra. No no fueron amigas pero ella las admiro y se perdió entre sus cuadros.
“Volviste”, dice Elena, su voz grave resonando como un verso que no terminó de escribir. ” Bienvenida al lugar donde las palabras no mueren.” Sonrío al ver la taza roja y el humo que danza, pero antes de responder, un pájaro sin alas cruza la plaza, y el polvo forma el rostro de una niña que llora sangre, la misma que Elena vio en el fondo del río Balsas siendo niña y que nadie le creyó.
“Quiero saber cómo seguiste siendo poeta”, digo, mi voz más firme, cargada por el eco del café. “En el exilio, con tu hija Helena, cuando todo quería borrarte. ¿Cómo encontraste las palabras para no desaparecer?” Ella inclina la cabeza, y el lienzo de Remedios se mueve: un mercado mexicano aparece, con frutas que sangran colores, y luego una calle parisina, gris, donde un actor callejero recita versos al viento.
“El exilio no era solo dejar México”, responde, su mano rozando la mesa, haciendo que las grietas canten un lamento suave. “Era dejarme a mí misma. En París, después de Tlatelolco, cuando me llamaron traidora, llevaba a Helena de la mano, pero también la culpa. Ella era mi luz, pero yo su sombra. Para no perdernos, buscaba el teatro callejero en Montmartre. Los actores, con máscaras rotas, gritaban historias que cortaban el alma. Me sentaba en las escaleras, escuchando, y escribía en mi mente: versos que escondía, cuentos donde las casas hablaban. Era mi manera de ser poeta sin que nadie lo supiera.”
Me quedo en silencio, atrapada por su secreto. Ese amor por el teatro callejero, apenas susurrado en recuerdos de amigos, revela su alma poética: una mujer que hallaba en la calle el ritmo de sus palabras, un refugio para la poesía que le negaron. “¿Y Helena?”, pregunto, sintiendo el peso de su nombre. El lienzo de Carrington muestra a una niña corriendo en un pueblo, perseguida por sombras que susurran “traición”.
“Helena era mi espejo”, dice Elena, su voz quebrándose como un cristal. “Veía mi dolor, pero también mi magia. Le leía “La semana de colores”, le hablaba de pueblos donde el tiempo se dobla, y ella sonreía, aunque el exilio nos robaba el calor. Escribí para ella, para que supiera que las palabras salvan.”
Las sombras en las paredes bailan, formando figuras: una mujer escribiendo a escondidas, un reloj detenido, un gato con ojos de estrella. El río cercano canta, reflejando a Helena, ya no niña, tejiendo un bordado que brilla como el lienzo de Remedios.
Carrington detiene su pincel, y el lienzo respira, proyectando un verso: “La piedra canta si la escuchas, el silencio pesa si la dejas.” “¿Eso es tuyo?”, pregunto, reconociendo su pulso poético. Ella asiente, y un destello azul toca su mano, como si el pueblo quisiera devolverle un color robado.
“El pueblo no me suelta”, dice, levantándose. “Pero París me llama, donde las palabras pesan más.” Remedios y Carrington se alistan para marcharse, las sombras se aquietan. Una rama me roza, dejando una marca que huele a café. “Nos veremos, ya te haré llegar el mensaje”, promete Elena, caminando hacia un horizonte donde el violeta se funde con un gris parisino.
Dejo el pueblo, pero sus palabras resuenan en mí, eternas. El reloj sigue girando al revés, y el verso de Elena queda en mi pecho: “La piedra canta si la escuchas.”