Ni el ultimátum arancelario de Trump, ni la degradación crediticia de Fitch Ratings, ni la perspectiva Negativa a la calificación de Moody’s son producto de la mala suerte. El gobierno mexicano no puede asumirse como víctima
Un estadista estaría esperando con ansias la Cumbre del G20 para encontrarse frente a frente con el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, y poner en práctica la política del más alto nivel para tratar de resolver por la cara el diferendo migratorio-comercial que ahora amenaza a la economía mexicana.
Pero lo que hace el presidente Andrés Manuel López Obrador es cancelar su asistencia a la cumbre de las economías más importantes del mundo y convocar a una manifestación masiva justo en la frontera entre México y Estados Unidos, en algo que fácilmente puede interpretarse desde la Casa Blanca como una afrenta del gobierno de este país.
La reunión Cumbre del G20 en Osaka, Japón, de los próximos 28 y 29 de junio, servirá, por ejemplo, para que se reúnan los presidentes de Estados Unidos y China. Y será después de la reunión cuando Donald Trump decida si aumenta o no los aranceles a las importaciones asiáticas.
Esconderse en Palacio y sacar a las calles de Tijuana a la clientela siempre dispuesta no parece una forma correcta de gobernar. México es una nación global, con una amenaza externa concreta y dirigida, que no merece una actuación timorata y ensimismada de quien representa a un país del calibre de México, que es un país del G20.
Ni el ultimátum arancelario de Trump, ni la degradación crediticia de Fitch Ratings, ni la perspectiva Negativa a la calificación de Moody’s son producto de la mala suerte. El gobierno mexicano no puede asumirse como víctima de las circunstancias cuando el origen de lo que vemos está en la política interna que se ha seguido durante un semestre.
No hay complot ni una actuación coordinada de ninguna mafia del poder corrupta para afectar a este país. Es increíble escuchar al presidente del Consejo Coordinador Empresarial, Carlos Salazar, quejándose del mal momento en que las calificadoras atacan a México.
Este dirigente del sector empresarial, del llamado organismo cúpula, debería ser el primero en exigir al gobierno federal que regrese al carril de la lógica económica para evitar más consecuencias como esas que sólo reflejan como mensajeros las firmas calificadoras.
Desde el momento mismo de la cancelación del aeropuerto de Texcoco todo ha sido cuesta abajo. La confianza se gana, no con los “otros datos” que niegan la realidad de una desaceleración autoinfligida con las malas decisiones de gasto e inversión.
La degradación crediticia de Fitch tiene muy bien argumentadas las razones: ven mayor riesgo para las finanzas públicas derivado del deterioro del perfil crediticio de Pemex, lo que se combina con la debilidad de las perspectivas macroeconómicas. Por supuesto que pesan las amenazas externas en materia comercial, pero no dejan de pesar también la incertidumbre política interna y las constantes restricciones fiscales.
No, la combinación de la baja en la calificación de Fitch, la perspectiva Negativa de Moody’s y la falta de acuerdos en un primer encuentro entre funcionarios de México y Estados Unidos no fue ni mala suerte ni un complot.
Es la consecuencia de la negación de la realidad, de querer gobernar con dogmatismos anacrónicos, de la impericia financiera, de muchos rencores políticos y de la urgente necesidad de recomponer el camino antes de que sea inevitable una nueva crisis económica en este país. Lo que vemos no es destino, es consecuencia.