Un bono de siestas, una tarifa plana de abrazos, un seguro contra la prisa. Suena utópico, pero más caro es seguir pagando con ansiedad y desvelo cada instante de la vida
Cuando escuchamos la palabra inflación, pensamos en el precio del limón, en el kilo de tortillas o en que el gas LP ya parece artículo de lujo. Pero hay otra inflación, silenciosa y cotidiana, que no aparece en las gráficas del Banco de México ni en los reportes del INEGI. La otra inflación no se mide en pesos, sino en paciencia: es la inflación emocional.
Dormir bien, estar en paz o reír sin cinismo ya son lujos que se cotizan al alza. El fenómeno es tan real como el que golpea a la canasta básica. Solo que aquí la moneda no es el peso o el dólar, sino las horas de sueño perdidas, la ansiedad acumulada y la fatiga de vivir con prisa.
En 2022, México alcanzó una inflación anual del 8.7%, la más alta en 20 años. El dato fue portada y objeto de debates. Pero si midiéramos con la misma seriedad la inflación emocional, el índice sería de crisis humanitaria.
El costo de la paciencia en el tráfico es altísimo. La CDMX ocupa el sexto lugar mundial en congestión vehicular. Eso significa que cada capitalino pierde 148 horas al año atorado en alguna avenida, casi un mes laboral completo.
Pero lo que se pierde en el tránsito no es solo tiempo: es humor, es salud, es la última pizca de cordura. Si esas horas se tradujeran en dinero, cada automovilista podría darse algunos lujos, como… un terapeuta de cabecera. Quizá deberíamos contabilizar como horas trabajadas los traslados.
La pandemia dejó claro que la inflación emocional no es metáfora. burnout (agotamiento por estrés) se disparó: en 2021, un estudio de la UNAM encontró que 75% de los trabajadores en México tenían síntomas de estrés severo.
El INEGI mide carencias en salud, vivienda y educación. Pero ¿quién mide la carencia de descanso? Dormir ya es un lujo: el mexicano promedio duerme 6.5 horas diarias, menos de las ocho recomendadas por la OMS.
La deuda de sueño es el verdadero Fobaproa de nuestra generación.
Lo mismo pasa con la risa genuina, con el ocio sin culpa, con el silencio. Todo está en escasez. Y cuando algo escasea, sube de precio. Hoy hasta dar un abrazo sincero se siente como llenar el tanque de gasolina.
La inflación emocional se mide en frases: “ya no me alcanza el día”, “ando tronado”, “me siento drenada”. Son indicadores más confiables que cualquier encuesta.
Si existiera un INEE (Instituto Nacional de Estadística Emocional), sus gráficas mostrarían la curva del estrés disparada, el índice de ternura en mínimos históricos y la confianza en el futuro depreciada.
La inflación emocional es el costo oculto de un país y de un mundo que exige más de lo que devuelve. Y aunque no aparezca en los reportes oficiales, sus efectos son visibles: cansancio colectivo, violencia cotidiana, apatía política.
No es solo un fenómeno mexicano. En Nueva York, Tokio o Madrid, el alza en las estadísticas de divorcios, de depresión y de violencia intrafamiliar también muestra esta carestía emocional. En Estados Unidos, incluso se declaró la epidemia de la soledad como problema de salud pública.
Como advierte la psicoterapeuta belga-estadounidense Esther Perel, especialista en vínculos humanos: “Hoy no estamos hambrientos de pan, sino de descanso, de atención y de conexión humana”. Esa es la verdadera canasta básica emocional, y está más cara que nunca.
Quizá lo que necesitamos no es un control de precios, sino un control de tiempos. Subvencionar la calma, subsidiar el descanso, estabilizar el mercado de la ternura. Un bono de siestas, una tarifa plana de abrazos, un seguro contra la prisa. Suena utópico, pero más caro es seguir pagando con ansiedad y desvelo cada instante de la vida.
EN EL TINTERO
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