Y como en todo buen drama urbano los que pierden somos los de siempre, los que ya no podemos pagar rentas muy altas y en dólares. Los que tenemos que migrar a departamentos del tamaño de los clósets de las casas que dejamos
Según el diccionario de la Real Academia Española, la gentrificación es el “proceso de renovación de una zona urbana, generalmente popular o deteriorada, que implica el desplazamiento de su población original por parte de una de mayor poder adquisitivo”.
Según el maestro de urbanismo y doctor en ciencia política por la Universidad de Guadalajara, autor del libro sobre el tema, titulado Ciudad Copyright, Conrado Romo el sustantivo admitido por la RAE —que mi computadora subraya como falta de ortografía o ausencia en el mamotreto idiomático— significa “el desposeer a una comunidad de su territorio para reutilizarlo con fines adecuados en el mercado”. Romo hace un parangón con la venta de la propiedad intelectual de ahí el nombre de su libro. De ella —de la propiedad intelectual— pronto escribiré, por hoy a partir de las dos definiciones hasta aquí transcritas y lo acontecido a un amigo mío ex habitante de la colonia Condesa hasta que la invasión extranjera y el alza de precios, lo mandaron a vivir a Portales lo cual, le dije, no es ningún desdoro. Ahí vivió Monsiváis y sus 13 gatos, hasta que el autor del Catecismo para Indios Remisos fue llamado a ocupar “el espacio de reserva de las dádivas de Dios”. Para ser precisos, vivió en la calle San Simón-siváis.
En opinión de mi amigo, al que mencioné líneas arriba, y del cual no diré su nombre para no bajarle el estatus la gentrificación es “el arte de convertir una tiendita en boutique de croissants veganos”. Dice que la gentrificación es como la gripe, llega de repente aunque no la hayas pedido, y cuando menos te das cuenta ya estás rodeado de cafés con nombres en francés y renta duplicada.
La gentrificación —define— es ese fenómeno urbano que ocurre cuando llega gente con más dinero, menos paciencia y mucho gusto por las bicicletas y otros accesorios vintage. El entorno se transforma, donde antes había una tiendita de abarrotes con el clásico letrero de “hoy no se fía, mañana sí”, hay un coworking –una comunidad de autoempleados, me explica- donde nadie sabe que trabaja pero todos parecen muy ocupados.
El cambio a un barrio más popular te va a subir el ingenio que siempre has tenido –le digo- Con que no me suban los precios me conformo. Imagínate con la gentrificación —continúa su diatriba— el taco que antes costaba 15 pesos, ahora aparece en el menú con el nombre de “antojito de la milpa” y tiene precio en euros. Ya no hay salsas, sino un “dip artesanal” que te cobran aparte.
Además —prosigue mi cuate— la fauna que llega a vivir en donde antes vivían tus cuates, se instalan con su perro, perrijos les dicen los muy mamones. A algunos perrijos, se los pasea un wey junto con otros 12 perros de diferentes rodadas, ahí va el más chiquito con la lengua de fuera al mismo paso que el pastor inglés que corre y que no se para ni siquiera a hacer pìpí.
Pero todavía quedan habitantes aferrados a su colonia, que sorprendidos ven que en la Tortillería Alicia, ahora dan clases (workshops) de masa madre. Ellos son los héroes anónimos que resisten, defendiendo con uñas y dientes sus puestos de carnitas frente a la invasión de “bowls de quinoa”.
A pesar de eso, la gentrificación no es culpa del extranjero que paga con tarjeta de crédito en el puesto de tamales, ni del hipster que va feliz al “gym” cargando su “tote bag”. Es un proceso más complejo, con origen en políticas urbanas, especulación inmobiliaria y la tentación de remodelar la ciudad con la idea de que los de siempre no cabemos en ella.
Y como en todo buen drama urbano los que pierden somos los de siempre, los que ya no podemos pagar rentas muy altas y en dólares. Los que tenemos que migrar a departamentos del tamaño de los clósets de las casas que dejamos.