La combinación de estas versiones coincide en muchas cosas pero, al final, sus puntos de contradicción dominan sobre sus puntos de coincidencia
El caso Ayotzinapa ha encallado en el gran mar de sargazos que es la vieja especialidad mexicana de enredar los hechos y afantasmar la realidad.
Hay al menos cuatro versiones oficiales de lo sucedido en Iguala, y ninguna de ellas ha podido definir una verdad aceptable para la invencible incredulidad mexicana, capaz, por otra parte, de creerse cualquier cosa.
Hablo de la “verdad histórica” del gobierno de Peña Nieto, de la “verdad histriónica” del actual gobierno, de la versión del GIEI y de la versión de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, la más completa y la menos visitada de todas, aunque no concluyente, sobre lo que cabalmente sucedió.
Está claro, para quien quiera verlo, que el obstáculo fundamental del acceso a la verdad en este caso es que una investigación a fondo de lo sucedido debió, debe, escudriñar la actuación y la responsabilidad del Ejército en aquellos hechos.
Está claro que el gobierno de Peña Nieto ordenó que se hiciera la investigación sin tocar al Ejército, y que el gobierno de López Obrador detuvo la investigación de la fiscalía especial cuando ésta definió, con órdenes de aprehensión, que había muchos militares responsables de lo sucedido, “demasiados”, a juicio del gobierno.
Hacia la investigación de ese punto ciego había encaminado la CNDH sus recomendaciones de por dónde seguir la investigación. Sobre la convicción de que ese punto ciego no había sido aclarado, basó el GIEI su desacuerdo, primero con la investigación de Peña Nieto y ahora con la investigación de López Obrador, sin tener el GIEI, tampoco, una versión definida y probada de lo que pasó.
La combinación de estas versiones coincide en muchas cosas pero, al final, sus puntos de contradicción dominan sobre sus puntos de coincidencia.
La consigna política acabó manipulando y enturbiando la verdad judicial.
Así es como el Caso Ayotzinapa encalló en el mar de los sargazos de la crédula incredulidad mexicana, con su don único de politizar la justicia, convertir las consignas en hechos, las mentiras en pruebas y los crímenes en fantasmas que vagan aullando por la plaza pública, pidiendo castigo para los verdaderos culpables, no para los fabricados.