
El mensaje que proyecta EE.UU. al mundo es claro: la vara con la que mide las violaciones a la dignidad humana no es la misma para todos
Por Daniel Zovatto
Director y editor de Radar Latam 360
El más reciente Informe sobre Derechos Humanos del Departamento de Estado de Estados Unidos, correspondiente al año 2024 y publicado ayer, marca un punto de inflexión preocupante en una tradición de más de cuatro décadas.
Desde que en 1977 el Congreso estadounidense ordenó la elaboración anual de este documento, su propósito ha sido ofrecer una evaluación amplia y sistemática sobre la situación de los derechos humanos en el mundo, guiada —al menos en teoría— por estándares universales y no por conveniencias diplomáticas coyunturales.
Y si bien es cierto, que los informes anteriores nunca fueron “perfectos”, ni estuvieron exentos de críticas, nunca llegaron al extremo de este año, cuando claramente se ha roto
con todo intento de presentar un panorama lo más objetivo posible.
La primera señal de este viraje en la dirección equivocada está en su drástica reducción de contenido. Se eliminaron apartados completos sobre corrupción, violencia de género, discriminación contra personas LGTBI, racismo y otros temas clave. Lo que antes eran extensos informes país por país, con una narrativa detallada y respaldada por fuentes oficiales, ONG y medios independientes, hoy se han convertido en textos mínimos, limitados al cumplimiento formal de lo que exige la ley. Este recorte no es neutro: las omisiones no se reparten de forma uniforme.
Pero lo más criticable es la mirada selectiva del nuevo enfoque. Países aliados o cercanos a la administración Trump, como Israel y El Salvador, reciben un tratamiento indulgente que contrasta con los informes anteriores.
En el caso israelí, el documento suaviza o directamente omite referencias a las graves violaciones al derecho internacional humanitario y a los derechos humanos cometidas en Gaza, pese a las abundantes denuncias de organismos internacionales y organizaciones de derechos humanos.
Del lado salvadoreño, el texto afirma que “no hubo informes creíbles de violaciones significativas”, ignorando el patrón de abusos documentados en años recientes bajo el estado de excepción, incluidos arrestos masivos sin debido proceso, denuncias de tortura y limitaciones a la libertad de prensa.
Este cheque en blanco en materia de derechos humanos al régimen autoritario de Bukele se suma al otorgado por Trump y el departamento de Estado, hace unos días, cuando la Asamblea Legislativa —bajo control absoluto del partido oficialista Nuevas Ideas— aprobó la reforma constitucional que habilita la reelección presidencial indefinida.
En cambio, los países considerados adversarios o incómodos reciben una lupa amplificada. El informe dedica espacio a criticar a Brasil por un supuesto “declive de la libertad de expresión” y a cuestionar a varios países europeos por medidas que, según Washington, afectan la pluralidad informativa y el debate público.
No es que estas observaciones carezcan de fundamento en todos los casos, pero el sesgo se hace evidente cuando se aplican criterios rigurosos a unos y complacientes a otros, en función de afinidades políticas y estratégicas.
Esta instrumentalización política erosiona la credibilidad de un documento que, durante décadas, fue referencia para activistas, diplomáticos y académicos.
Si los derechos humanos se evalúan según la conveniencia geopolítica del momento, dejan de ser un parámetro universal y se convierten en una herramienta de presión selectiva.
El mensaje que proyecta Estados Unidos al mundo es claro: la vara con la que mide las violaciones a la dignidad humana no es la misma para todos, y depende de quién sea amigo y quién adversario.
En un contexto internacional marcado por la erosión del multilateralismo, la expansión de regímenes autoritarios y la crisis de confianza en las instituciones internacionales, este cambio es más que un detalle técnico. Supone renunciar a un instrumento histórico de diplomacia basada en principios, y abrazar una lógica transaccional que debilita la legitimidad de la política exterior estadounidense en materia de derechos humanos.
Si la defensa de estos derechos se convierte en un arma selectiva, no solo pierde fuerza frente a quienes los vulneran: también pierde autoridad moral ante quienes, desde hace décadas, han visto en EE. UU. un referente imperfecto pero útil para la rendición de cuentas global.