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¿El fin del mundo de ayer?
Foto de Luis Andrés Villalón Vega en Unsplash

¿El fin del mundo de ayer?

Cuando crecimos, existía certeza sobre el Estado de derecho, las normas internacionales, las instituciones multilaterales y el comercio global. Hoy, esas certezas se están desvaneciendo

agosto 3, 2025

Comenzaré evocando a Stefan Zweig, uno de los pensadores más lúcidos del siglo XX. Zweig, nacido en una Europa que celebraba la diversidad cultural y política, fue testigo del colapso dramático de ese mundo de paz y tolerancia, al que sustituyó el oscuro ascenso del totalitarismo y un nacionalismo fanático que arrastró a Europa —y con el tiempo al mundo entero— a la guerra más devastadora que la humanidad haya visto.

Mientras huía del nazismo que se apoderó de Austria en 1938, Zweig terminó con su vida en Brasil, después de escribir El mundo de ayer, un conmovedor testamento sobre la fragilidad de la civilización y lo rápido que puede desvanecerse.

Yo, por supuesto, no soy Zweig. No tengo razones para huir de mi país, México, ni estoy contemplando el suicidio. Pero hoy, en 2025, siento una inquietante sensación de déjà vu, como si estuviéramos de nuevo al borde de un cambio profundo e irreversible, quizás incluso de la desaparición del mundo que hemos conocido.

Una fecha que no debemos olvidar es 1933. Ese año, los nazis después de haber obtenido menos del 50 % de los votos en las elecciones del Reichstag durante la República de Weimar, transformaron una democracia en la dictadura más brutal y sanguinaria de la historia moderna.

Pero también en 1933, Franklin D. Roosevelt asumía la Presidencia de Estados Unidos. Su liderazgo, a través del New Deal, rescató a su país de la Gran Depresión y preparó el terreno para la derrota del totalitarismo. Roosevelt no sólo restauró la confianza interna en el sistema democrático, sino que también sembró la semilla del liderazgo global que Estados Unidos asumiría tras la guerra.

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Alberto Caudillo

De los horrores y escombros de la Segunda Guerra Mundial emergió un nuevo orden global con Estados Unidos como arquitecto y como garante. Lejos de repetir los errores del Tratado de Versalles, Washington impulsó la reconstrucción de Europa Occidental y Japón como naciones libres y democráticas. El Plan Marshall fue mucho más que una transferencia de recursos; fue una apuesta por la estabilidad, la prosperidad y la reconciliación, establecido con base en la idea churchilliana de “magnanimidad en la victoria”. Fue un momento histórico en el que los vencedores decidieron no humillar sino reconstruir —como advirtió John Maynard Keynes en Las consecuencias económicas de la paz—. Un gesto de civilización que sentó las bases para el periodo de paz más largo de la historia moderna: la Pax Americana.

Se crearon instituciones multilaterales como las Naciones Unidas, un foro donde todas las naciones podían resolver pacíficamente sus diferencias. La ONU no sólo proporcionó un espacio para el diálogo entre potencias y países menos desarrollados, sino que también estructuró el surgimiento de un orden internacional basado en reglas, derechos y cooperación.

En el ámbito económico, se establecieron los pilares de Bretton Woods: el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. Estas instituciones brindaron estabilidad financiera global ayudando a evitar las devaluaciones competitivas y los colapsos monetarios que contribuyeron a extender la Gran Depresión de los años treinta. Asimismo, respaldaron el desarrollo de infraestructura y el crecimiento en economías emergentes y el desarrollo de sus sistemas de apoyo social, como los de salud y educación.

Esto se fortaleció aún más con el GATT —antecesor de la OMC—, cuyas reglas claras promovieron un comercio internacional sin precedentes.

Este sistema, basado en normas y principios compartidos, ayudó a restaurar y luego multiplicar los flujos globales de bienes, integrando múltiples economías desarrolladas y emergentes en una red de interdependencia que impulsó décadas de crecimiento sostenido.

La promoción del comercio se dio a través de varias rondas de negociaciones —Tokio, Kennedy, Uruguay, Doha— que redujeron barreras comerciales bajo el liderazgo decidido de Estados Unidos. No fue sólo una apertura de mercados; también fue una apertura de mentes.

México se integró a este orden global a finales del siglo XX: se adhirió al GATT en 1987 y firmó el TLCAN en 1994, estableciendo su vocación exportadora y su inserción en las cadenas de valor de América del Norte. Esta transformación estructural trajo consigo un reordenamiento económico profundo y una creciente interdependencia con nuestros socios del norte. No sólo crecieron nuestras exportaciones; también se fortalecieron nuestras instituciones.

Al mismo tiempo, surgieron agencias especializadas dentro del sistema de la ONU: la OMS para la salud, la OIT para el trabajo, la Unicef para la infancia, la Unesco para la educación y la cultura, y la FAO para la alimentación y la agricultura. En todos estos esfuerzos, Estados Unidos desempeñó un papel central: no sólo proporcionando recursos financieros, sino también promoviendo la democracia, los derechos humanos y el multilateralismo como fundamentos del desarrollo global.

Estas instituciones no fueron perfectas, pero sí representaron una voluntad colectiva de evitar los errores del pasado, de poner la diplomacia por encima de la guerra y de buscar soluciones comunes a problemas globales.

No debemos olvidar que algunas de las mayores contribuciones científicas a la seguridad alimentaria mundial —como el desarrollo de semillas mejoradas de maíz y trigo en México durante las décadas de 1950 y 1960— surgieron bajo el paraguas de instituciones internacionales.

Bajo el liderazgo de Norman Borlaug, laureado con el Premio Nobel de la Paz, México se convirtió en el epicentro de la Revolución Verde que ayudó a alimentar a cientos de millones de personas. La ciencia aplicada con ética y visión global salvó vidas y cambió destinos.

Durante décadas, frente a la amenaza soviética, Estados Unidos combinó su poderío militar con una fuerza más sutil, aunque no menos influyente: el poder suave, acuñado por mi querido y fallecido amigo, Joe Nye.

A través de la cooperación académica, los intercambios culturales, la asistencia humanitaria y la defensa de los principios democráticos, Estados Unidos construyó una arquitectura moral que sostuvo su liderazgo global.

Ese orden global de instituciones y políticas de desarrollo condujo al mayor periodo de crecimiento económico de la historia: la expansión de la clase media en los países desarrollados, la reducción de la pobreza en los países en desarrollo, avances significativos en salud y educación y la creación de redes de seguridad social inspiradas en el Informe Beveridge en el Reino Unido, el legado del New Deal de Roosevelt y el desarrollo del Estado de bienestar escandinavo. En el mundo, hubo una etapa de crecimiento con estabilidad que sentó las bases para la movilidad social y la inclusión.

En México esa visión inspiró la creación de instituciones clave como la Secretaría de Salud y el IMSS, la expansión de la educación pública y técnica, y una política industrial orientada al desarrollo.

La caída del Muro de Berlín en 1989 y la posterior disolución de la Unión Soviética marcaron, para muchos, la culminación de este proyecto.

Francis Fukuyama llegó incluso a proclamar “el fin de la historia”, convencido de que la democracia liberal y el capitalismo prevalecerían de manera definitiva.

Parecía que el mundo avanzaba hacia un destino compartido de democracia, libertad, Estado de derecho —tanto nacional como internacional— y prosperidad.

Pero volviendo a Zweig, hoy, en 2025, ese horizonte se ha desdibujado.

Estamos presenciando una dolorosa regresión. Gobiernos elegidos democráticamente están desmantelando los contrapesos institucionales, restringiendo derechos fundamentales, silenciando a la prensa libre y erosionando la confianza en el orden jurídico internacional. Políticas aislacionistas, retórica nacionalista, discursos de odio y medidas proteccionistas han resurgido con fuerza.

Incluso en Estados Unidos, cuna de ese orden, se ataca hoy a sus propias instituciones, como el sistema universitario, y se promueven discursos de odio, proteccionismo y desinformación. Su poder suave, se encuentra gravemente debilitado. La erosión de la confianza interna amenaza con socavar también su liderazgo externo.

En otro ámbito, el consenso global sobre el cambio climático —expresado en las cumbres de Río, Kioto, París y Glasgow— se fracturó recientemente.

Muchos gobiernos se han paralizado en este trabajo fundamental, parte del poder suave, que puede significar una hecatombe climática y ambiental.

Ya hemos superado el umbral de 1.5 grados Celsius de aumento de temperatura en el mundo, con consecuencias devastadoras: sequías extremas, hambrunas, huracanes, incendios, migraciones masivas. La pérdida de biodiversidad en regiones clave como el Amazonas o el mar de Cortés debería alarmarnos profundamente.

Queda a la sociedad civil y a las empresas un papel crucial que desempeñar.

La transición energética, la descarbonización de las cadenas de suministro, el diseño de productos sostenibles y la participación comunitaria son ahora componentes esenciales de una nueva responsabilidad social y empresarial.

Se trata de la supervivencia del planeta. La sostenibilidad no es un eslogan; es una obligación. Tenemos la responsabilidad de conservar el planeta para nuestros hijos y nietos.

Yo me considero un hijo de ese poder suave americano, como beneficiario, al igual que cientos de otros mexicanos, de una beca Fulbright que me permitió estudiar un doctorado en economía en el MIT. Esa experiencia transformó mi vida.

Uno de mis compañeros de generación inclusive ha sido galardonado con el Premio Nobel —por cierto, un francés—. Y esa oportunidad no fue casual; fue el resultado de una política pública diseñada para fortalecer lazos, formar líderes y promover el entendimiento entre naciones.

Eso es poder suave. Y eso es lo que parece desvanecerse.

También es sorprendente que hoy en Estados Unidos se ataque a las instituciones que son un pilar de la competitividad de su economía: el sistema universitario único de Estados Unidos.

El poder suave de Estados Unidos también fue determinante para decisiones históricas en México, en las que tuve la fortuna de participar gracias a la educación que recibí: desde la reestructuración de la deuda bajo el Plan Brady hasta las negociaciones del TLCAN y el apoyo financiero durante la crisis del peso de 1994-1995. Éstos no fueron gestos aislados; fueron actos estratégicos de cooperación para beneficio mutuo. Un presidente republicano, George Bush padre, y un demócrata, Bill Clinton, establecieron la posibilidad de una plataforma de crecimiento económica para México. Por medio del TLC, George Bush brindó el espacio financiero para que la economía mexicana creciera a través del Plan Brady y Bill Clinton evitó la implosión de la economía mexicana después de la crisis de 1994, gracias al paquete de apoyo financiero de 30 000 millones de dólares que otorgó al gobierno mexicano por autoridad ejecutiva, en enero de 1995.

Cuando crecimos, existía certeza sobre el Estado de derecho, las normas internacionales, las instituciones multilaterales y el comercio global.

Hoy, esas certezas se están desvaneciendo, incluso en el país que más las promovió: Estados Unidos.

La erosión del consenso constitucional interno y el desprecio por el derecho internacional son señales alarmantes.

La incertidumbre resultante paraliza las inversiones, distorsiona el comercio y obliga a empresas y consumidores a operar en un entorno impredecible.

La guerra comercial con China, la fragmentación de las cadenas de suministro, la imposición unilateral de aranceles, todo esto ha minado décadas de certeza legal y confianza empresarial.

México está directamente expuesto a estas disrupciones. La capacidad excedente de producción de China ha distorsionado los mercados de México e introducido tensiones comerciales que afectan a nuestra industria manufacturera.

Incluso si logramos superar los desafíos económicos inmediatos, la pérdida de confianza en las instituciones globales tendrá efectos profundos y duraderos. No basta con resolver las metas del presente, debemos cuidar los cimientos del futuro.

Estamos enfrentando tiempos nuevos, complejos y difíciles. Nadie puede asegurar con certeza lo que nos deparará el futuro. Pero si queremos, parafraseando a Zweig, preservar lo mejor del mundo que hemos conocido, debemos comprometernos —ahora más que nunca— a defender activamente los valores de apertura, inclusión, democracia, cooperación y legalidad internacional.

Debemos recordar 1933 no como una referencia exagerada, sino como un llamado urgente a defender la verdad frente a la propaganda, la cooperación frente al aislacionismo y los valores democráticos frente al autoritarismo. Debemos actuar con lucidez, unidad y ética.

La historia no está escrita si actuamos con determinación, ese mundo —nuestro mundo— puede también renacer. Como advertía Zweig, el mundo de ayer puede desaparecer de un día para otro. Pero si actuamos con determinación, aún podemos preservar —y mejorar— el legado que nos ha sido confiado. No dejemos que el mundo de ayer se pierda, sin luchar por el de mañana.

Luis Téllez

Economista. Funcionario y empresario mexicano

*Texto publicado en la revista Nexos.

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