“Tengo vida, tengo familia, disfruto todavía los pequeños regalos de cada día…, pero mi país ya no es hermoso. A mi edad he visto cómo ha evolucionado”
Gracias a Dios he vivido muchos años. Años que me han dado la oportunidad de muchas cosas, pero sobre todo, de conocer la vida: sus sinsabores y sus encantos.
Me dieron la oportunidad de formar una familia, de tener amigos, y de vivir en un país que, con todos sus claroscuros, era —al fin— un país hermoso.
Hoy sigo aquí. Tengo vida, tengo familia, disfruto todavía los pequeños regalos de cada día…, pero mi país ya no es hermoso. A mi edad he visto cómo ha evolucionado.
De niño recuerdo —cuando todavía se acostumbraba a comer todos juntos— que en la mesa siempre se decía que el gobierno estaba lleno de sinvergüenzas. Se hablaba mal del gobierno en todas partes. Hoy parece igual… pero no lo es.
Las familias ya no se reúnen, y aun separados, seguimos repitiendo las mismas frases. ¿En qué momento cambió el país… o cambiamos nosotros?
Con el tiempo aprendí que no todo el gobierno era malo, ni todos los que gobernaban. Aprendí a razonar, a evaluar, a ser objetivo. Y finalmente entendí que, aun con los malos gobiernos, mi país seguía siendo hermoso y cada día más grande y más próspero. De niño y de joven me tocaron años de bonanza.
En mis primeros veinte años de vida, el país crecía a 6.8% anual. Era el llamado Milagro Mexicano, y lo era de verdad: una economía que avanzaba más rápido que Estados Unidos y Europa; un país que construía carreteras, presas, plantas industriales, universidades; un país que hacía crecer a su clase media. Y aun así, en mi casa seguían diciendo que el gobierno estaba lleno de ladrones. Y, pese a todo, México avanzaba.
El peso valía 12.50 por dólar, firme como una fotografía que no se mueve. Años después, ya de adulto, me tocó servir al país desde adentro. Para mí fue un honor, un aprendizaje, un espejo. Vi lo malo que duele… pero también lo bueno que da fuerza. Y entendí algo profundo: México era más grande que sus gobiernos.
Los años noventa fueron la década en que México aprendió a votar y el gobierno aprendió a perder.
Se abrieron ventanas, se fortalecieron instituciones, se respiró democracia por primera vez sin pedir permiso.
Era un México que construía, que caminaba, que se atrevía. Un país donde cada año se sentía un poco mejor que el anterior.
Pero la historia no se detuvo ahí. Después de la alternancia del 2000, México siguió adelante. No con el impulso de los 50 o los 60, pero avanzó.
Tuvimos estabilidad, crecimiento moderado, instituciones que funcionaban, ciudadanía que exigía.
Fueron años de luz y sombra: crecíamos, pero no lo suficiente; avanzábamos, pero no a paso firme; cambiaban los gobiernos, pero el país no terminaba de encontrar su ritmo.
Sin embargo, México seguía de pie. Era un país que, con tropiezos y aciertos, seguía caminando.
Hasta que un día, algo empezó a cambiar. Lo sentí —lo sentimos— aunque nadie lo dijera.
Fue como si el tiempo se quebrara en silencio y todos, yo incluido, siguiéramos caminando como si nada.
Preferimos la comodidad de creer que lo nuestro era sólido, que lo construido estaba asegurado, que nada podía desgastarse.
Nos aferramos a esa mentira porque era más fácil que aceptar lo que se avecinaba.
Y en esa comodidad ciega dejamos pasar una verdad brutal: lo que no defiendes se va; lo que no valoras se pierde; y lo que no proteges se deshace frente a tus ojos… mientras te convences de que nada está pasando.
Y empezamos a ver que el país perdía el paso. La economía se frenó, la inversión se enfrió, la confianza se debilitó. No hubo un derrumbe repentino, pero sí un desgaste acumulado, año tras año, decisión tras decisión.
¿Y en dónde quedó aquel México que uno conocía por carretera, puebleando sin miedo, descubriendo lugares recónditos y hermosos? Hoy ese país dejó de ser un destino. Ahora es un recuerdo.
Hablar de inseguridad en México es hablar de una presencia que invade todo. Duele, paraliza, y aun así, muchos voltean hacia otro lado. Unos prefieren ignorarla, otros la toleran… y hay quienes, para sobrevivir o seguir creciendo, terminan alimentándola sin quererlo admitir.
Y en medio de todo eso, el país se fue quedando quieto. Hoy México sigue aquí… pero ya no avanza.
Vivimos entre crecimiento nulo, inversión débil y un horizonte incierto. Muchas instituciones se cerraron, y las pocas que quedan abiertas dejaron de ser de la ciudadanía. Y los contrapesos, ¿en dónde quedaron?
La conversación pública se rompe, se polariza, se hiere. Si esto no es un colapso, ¿qué es?
Si Colosio escribiera aquel famoso discurso en el México de hoy, estoy seguro de que diría algo así: “Veo un México que ha perdido el paso; un México herido, agotado, detenido en sí mismo. Quiero ver un México que, cuando vuelva a ponerse de pie, sea incontenible.”
Y yo cerraría con esto: “…porque, al final, un país nunca se pierde; solo espera a que su gente recuerde cómo volver a caminar…”
Fernando Azcárraga López
Otoño 2025